Atardecer con Dionisio recién bajado del Parnaso,
el sol apagado es su
manto dorado.
Que hacer, si mi naturaleza es alabar
las glorias del vino y el placer,
si las Ménades y Faunos
danzan entre olivos
espantando a las Ninfas del Monte
que temen que el corazón
quede cautivo.
La tierra se embebe de sangre y sudor,
los efluvios del tinto
en volutas se esfuman, como una ofrenda,
y su sonrisa, mis ojos,
sus manos, mi cabello,
no son más que un matiz del atardecer
que brilla más antes de morir
entre el crepúsculo sangriento.
Llega el cenit pasional con el descanso de Apolo,
el firmamento pare a la noche
y la carne al suspiro.
Contemplar el nacimiento lunar reflejado en su iris
es sublime, efímero.
Las estrellas nos expulsan
recelosas de quedar deslumbradas
por la belleza terrenal que desprende un piel con piel.
Solo Pan aprecia la melodía de la Siringa,
solo él ve amor en el violento mecer
del viento sobre la caña.
Se apaga el fuego, se dispersa el humo,
en espiral, directo al pecho.
Queda ascua durmiente, paciente,
a que llegue un nuevo atardecer.